Conociendo la historia y lealtades del clan.

Hubo un momento en mi camino en el que decidí mirar hacia atrás. Me detuve con honestidad frente a mi historia, mi infancia, y las lealtades invisibles que se tejen en el entramado del Clan. Comprendí entonces que cuando una emoción es reprimida con demasiada fuerza, suele manifestarse con igual intensidad en generaciones posteriores, como si buscara ser escuchada al fin. Lo que no se expresa, se hereda. Y lo que no se perdona, se repite.

Entre las heridas que decidí observar con mayor profundidad, estaba la herida de la traición. Esa que se disfraza de rabia, de odio contenido, de pena y resentimiento. En ese proceso de búsqueda, llegué a la figura de mi «doble»: una mujer que nunca conocí en vida, de la que no tengo una fotografía y apenas unos cuantos relatos sueltos. Su nombre es Irene, y fuimos unidas por la inicial de nuestros nombres. Fue mi bisabuela paterna, madre de mi abuela.

Irene no crió a su hija. Dejó a sus hijos al cuidado de una madrastra y se dedicó a trabajar como cocinera en fundos. Por lo que supe, cocinaba muy bien, pero cuando hablaban de ella, era casi siempre con desprecio. La describían como una mujer dura, con un lenguaje filoso y desafiante, como si siempre estuviera lista para defenderse, incluso antes de ser atacada. Libre, fuerte, de voz firme y carácter indomable.

Su historia me tocó profundamente. Fue hija no reconocida, criada por su abuelo materno hasta los 14 años, cuando fue entregada a su padre biológico, un desconocido hasta ese momento. Se integró entonces a una familia que no era la suya, con un apellido que no llevaba y un lugar al que no pertenecía. Imaginarla en ese contexto me despierta un vacío, una nostalgia y una pena que caló hondo en mí.

Conocer su historia me ayudó a comprender el origen de muchos de mis miedos, incluso ese miedo profundo a ser madre, esa sensación de pérdida de libertad asociada a la maternidad que por años no supe explicar. Quizás cargué con su pena sin saberlo, hasta que estudié el transgeneracional y entendí que la historia de los que vinieron antes de nosotros también habita en nuestra sangre.

Le pregunté a mi papá qué recordaba de ella. Me dijo que su madre nunca le tuve aprecio, que la forma de tratar de Irene era ruda, distante. ¿Pero de dónde aprendió a defenderse así? me pregunté. También me dijo que cocinaba muy bien, y que montaba a caballo con soltura. Irene fue una mujer adelantada a su tiempo.

Tuvo tres hijos con hombres distintos, relaciones que no prosperaron, muchas de ellas con hombres emocionalmente ausentes o comprometidos con otras mujeres. Intuyo que quizás fue «la otra», aquella que sabía que el amor no se quedaría. Me pregunto si eso era una forma de no ser abandonada: elegir a quienes ya no podían quedarse.

A través de su historia, pude ver cómo detrás de su dureza habitaba un dolor profundo. Esa mujer impenetrable quizás solo estaba protegiéndose, adormeciendo sus emociones para no quebrarse. Aprendió a sobrevivir sola, como tantas otras. Y al no haber recibido cuidados, tampoco supo cómo cuidar.

Hoy me pregunto: ¿quiso realmente tener a sus hijos? ¿Fueron deseados o el resultado de relaciones marcadas por el abuso o el abandono? Pensar en ello me confrontó con mis propias sombras. Me hizo comprender el temor que siempre sentí hacia la idea de maternar. Por años cargué con esa sensación de encierro y pérdida asociada a la maternidad. Pero hoy, al nombrarla y escribir sobre ella, esa sensación comienza a disolverse, hago consciente que ya perdió fuerza.

Nunca he podido encontrar su fecha de nacimiento ni más datos. Y creo que es porque no los necesito. A veces la información llega cuando estamos listos para comprenderla. Antes, solo es un dato. Luego, se transforma en revelación.

Cuando supe que ella cocinaba y que yo, sin querer, estudié una carrera relacionada a los alimentos, me pareció una sincronía sorprendente. Una carrera que me ha desafiado profundamente, aunque nunca la amé del todo. La terminé por compromiso conmigo, por no fallarme. Hoy sé que esa etapa me abrió muchas puertas. Pero también me mostró aquello qué no quería seguir haciendo.

A diferencia de Irene, siempre evité el conflicto. Aprendí con los años a dialogar, a construir puentes con la palabra. Pero al igual que ella, llevé una coraza. Esa que se construye cuando la confianza ha sido traicionada, cuando se decide que es mejor no necesitar a nadie. Por mucho tiempo, olvidé a esa Ingrid niña, espontánea y creativa. Volver a ella me tomó años, y un camino lleno de preguntas, silencios y revelaciones.

No tengo hijos, pero sí me abandoné a mí misma. Me perdí en lo externo, hasta que ese vacío —del que ya he hablado antes— me trajo de regreso a casa.

Hoy quiero decirte algo: los miedos, los sueños no vividos, las heridas de tus ancestros pueden habitarte sin que lo sepas. Y si bien no son excusa para tus actos, sí pueden ser una guía para comprender qué estás repitiendo y por qué. Hay patrones que solo se revelan cuando estás dispuesta a mirar con honestidad y valentía.

Cuando me permití bucear en esta historia, descubrí que detrás de mi temor a la traición había un llamado a reconciliarme conmigo, a perdonarme, a liberar emociones heredadas. Mirar el pasado duele, sí. Pero también libera. Porque donde hay comprensión, surge el perdón. Y desde ahí, la sanación se vuelve posible.

Hoy puedo decir abiertamente: gracias, Irene. Gracias por caminar antes que yo, por vivir lo que viviste, por tu fuerza. No justifico lo que hiciste, pero comprendo de dónde vino. Fuiste juzgada por tu abandono, pero yo veo más allá. Veo tu lucha, tu intento de vivir con lo que tenías, tu anhelo de libertad. Hoy elijo mirar tu historia con ojos de compasión y comprensión.

Observar a nuestros ancestros no es para imitarlos, sino para comprender desde qué lugar se vincularon y qué hilos dejaron sin cerrar. Eso no quiere decir que tengamos que repetir su camino. Pero sí podemos aprender desde la conciencia, con respeto, gratitud y amor.

Y si tú también estás en esta búsqueda de tu verdad, de limpiar las memorias del clan, quiero decirte que no estás sola. No es una carrera. Es un proceso que necesita tiempo, paciencia y mucha paciencia contigo mismo. Anda a tu ritmo, sin prisa, sin exigencia. Porque cuando la búsqueda es sincera, el alma se encarga de mostrar el camino.

Confía. Porque si algo debe ser liberado, tu alma lo sabrá.

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Gracias por acompañarme con tu lectura y confío sea de claridad para tu proceso de observación.

Con amor,
Ingrid B.

Nos vemos en el próximo blog para seguir navegando más profundo a través de las heridas de infancia.

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