Lo que creí que era amor… era miedo a…

Hubo un día en que comprendí que la forma en que entendemos el amor, el cariño y la manera en que nos vinculamos no es más que una repetición de lo que aprendimos en nuestro entorno. Ese día llegó para mí cuando comencé a estudiar numerología y tuve que explorar profundamente la energía del número 6: los vínculos, la familia, las relaciones. Ahí surgió una pregunta clave: ¿estaba actuando desde el amor o desde el apego?

Me cuestioné si realmente estaba protegiendo a los demás por amor o si, en el fondo, quería evitar que repitieran mi historia. ¿Estaba controlando para que no sintieran lo mismo que yo sentí? ¿O les estaba permitiendo vivir, equivocarse y aprender?

Comprendí que muchas veces, al «ayudar», lo que en realidad hacemos es cohibir. Inhibimos la posibilidad del otro de expresarse y desplegar su potencial. Les decimos, desde el amor malentendido: «Tranquilo, yo lo hago por ti», pero eso limita, no libera. Al final del día, todos estamos aquí para aprender y crecer a través de nuestras experiencias.

Esta pregunta sobre el amor me llevó a observarme profundamente. Descubrí que en mi rol de hermana mayor había estado actuando como salvadora, no porque me lo pidieran, sino porque no quería que mis hermanos vivieran las incomodidades que yo experimenté. Esa toma de conciencia me llevó a soltar el control, abrir conversaciones y permitirles ser, elegir y equivocarse.

También comencé a mirar cómo se vivía el amor en mi familia. Descubrí que en muchos casos el amor se daba más desde el hacer que desde el sentir: se daba, se demostraba, pero no se recibía con la misma apertura, cerrando así el ciclo natural del amor.

Y detrás de todo eso… el deseo profundo de pertenecer. Esa necesidad que todos traemos desde la infancia: buscar agradar a nuestros padres para sentirnos vistos y aceptados. Tal vez nunca te elogiaron por tu espontaneidad, pero sí cuando sacabas buenas notas. Tal vez no disfrutabas estudiar, pero aprendiste que ese era tu refugio, porque así te miraban, te valoraban, te celebraban. Y creciste creyendo que el valor estaba en el logro, no en el ser.

Y entonces, en la adultez, te esfuerzas, te desgastas, esperando esa validación de tus jefes, tus parejas, tus amigos… aunque quizás nunca llegue. Porque el amor condicionado no siempre se expresa de la forma que necesitamos.

¿Qué tiene que ver esto con el amor? Todo. Porque el amor se aprende. Se absorbe como esponja en los primeros años de vida. Se moldea con silencios, gestos, palabras, ausencias.

Me hice esta pregunta: ¿Cómo expresaban amor mis padres? ¿Cómo se daban cariño entre ellos y cómo nos lo transmitían a nosotros?

La respuesta fue dura: jamás escuché un «te quiero». Nunca un «confía en ti». Por el contrario, las frases eran: «no es lo tuyo», «te faltan dedos para el piano», «mejor lo hago yo». El amor era silencio. Era intuición. Había que adivinarlo. Mi madre lo expresaba cocinando, teniendo todo en orden, exigiendo obediencia. Mi padre lo mostraba con cierta distancia, con observaciones que a veces sonaban a admiración, pero sin verbalizar cualidades.

Entre nosotros, los hermanos, sí había más juego, más cercanía, más amor en voz alta. Pero también éramos reprendidos si hacíamos mucho ruido. En mi familia, amar era sinónimo de lealtad, obediencia, silencio y evitar conflictos. Nunca se hablaba del daño, simplemente se dejaba pasar, como si el tiempo lo curara todo. Pero no es así. El tiempo no sana lo que no se mira.

Al hacer introspección, me di cuenta de que había estado replicando un modelo de amor condicionado, sometido, silenciado. Un amor que no quería perpetuar en mi vida. Un amor que no me expandía ni me hacía confiar. Decidí reescribir ese guion, romper con las lealtades inconscientes al dolor, a la carencia, a la necesidad de pertenecer a costa de mí misma.

Si hoy te preguntas: ¿por qué atraigo este tipo de relaciones?, la respuesta está en tu historia. En lo que aprendiste en casa. En lo que creíste que era amar y ser amado. Muchas veces, lo que más nos dolió de papá o mamá, lo terminamos repitiendo en pareja. Atraemos lo conocido, porque ahí nos sentimos seguros, aunque duela. Pero ahí mismo está la llave: lo que se repite también se puede transformar.

Hoy sé que la repetición es la posibilidad de sanar. Y para sanar, hay que observar sin juicio, aceptar sin resistencias y perdonar con consciencia. Cada vínculo incómodo es una oportunidad de aprender algo más sobre ti, sobre lo que necesitas soltar, sobre lo que estás listo para transformar.

Y si estás buscando sanar tus vínculos, empieza contigo. Obsérvate: ¿cómo te hablas?, ¿cómo te tratas?, ¿qué tanto te valoras sin esperar que otro lo haga? Porque nadie puede darte lo que tú no estás dispuesto a darte primero.

Entonces, pregúntate:

  • ¿Qué tanto amor me estoy dando hoy?
  • ¿Qué quiero transformar en mi forma de vincularme?
  • ¿Qué estoy dispuesto a cambiar en mi diálogo interno?

Si sientes el llamado a resignificar tu relación contigo, con el amor y con los vínculos, este es el momento perfecto. La curiosidad no llega por azar. Llega porque estás listo para dar el siguiente paso.

Gracias por leerme. Te amo.

Con amor,
Ingrid B.


🌀 Nos vemos en el próximo blog, donde exploraremos el vínculo con mamá y cómo, a través de un ejercicio práctico, abrir una puerta para restaurar esa relación.

👉 Curso Verde Esmeralda – Recupera tu armonía interior a través del trabajo con tu niño interior y la práctica de Ho’oponopono

Deja un comentario

Carrito de compra

No puedes copiar contenido de esta página.

Scroll al inicio
Escanea el código